miércoles, 5 de abril de 2017

El sacrifico de Isaac*


*Por Marcela Errecondo

El Génesis 22:1–2, relata que Dios quería saber si Abraham era obediente y para probarlo le dijo que sacrificara a Isaac en la montaña. Abraham quería muchísimo a su hijo y no quería sacrificarlo, pero deseaba obedecer a Dios. Dios le dijo a Abraham que fuera a la montaña y él llevó consigo a su hijo Isaac y a dos hombres. 

Abraham y su hijo cabalgaron en un burro durante tres días. Los dos hombres se quedaron con el burro mientras Abraham e Isaac subieron la montaña a pie. Abraham llevaba un cuchillo e Isaac llevaba la leña. Isaac le preguntó a su padre dónde estaba el cordero para el sacrificio, pero él le dijo que no se preocupara por eso. Abraham construyó un altar y puso leña. Luego ató a Isaac, lo puso sobre el altar y levantó el cuchillo para sacrificarlo. Fue entonces que un ángel le habló y le dijo que no matara a Isaac. Abraham había sido obediente y por eso Dios lo amaba. Abraham miró a su alrededor y vio enredado en las zarzas un carnero que Dios había puesto para hacer el sacrificio. Abraham lo sacrificó en el altar. Dios estaba contento con Abraham porque era obediente, y le dijo que bendeciría a su familia.

Es a partir de ahí que se instala la circuncisión, operación ritual que consiste en cortar circularmente una porción del prepucio del pene y que recuerda el pacto establecido entre Yavé y Abraham. Freud tomará esto para sus desarrollos y Lacan en el Seminario 23 lo retoma para dar cuenta de un tipo de relación padre-hijo, sobre todo en la cultura juedeo-cristiana, la posición sádica del padre y masoquista del hijo, dice:
La imaginación de ser el redentor, por lo menos en nuestra tradición, es el prototipo de la pére-version. Esta idea chiflada del redentor surgió en la medida en que hay relación de hijo a padre y esto desde hace mucho tiempo. El sadismo es para el padre, el masoquismo es para el hijo./…./
Freud percibió claramente algo que es mucho más antiguo que esta mitología cristiana,

a saber la castración…”                                   J. Lacan, Seminario 23, pg 83

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